Érase una vez un pequeño pueblo del interior donde un grupo de personas se divertía habitualmente con el tonto del pueblo. Éste era un pobre infeliz, un poco bruto, de escasa inteligencia, que vivía de las limosnas y la caridad de sus vecinos.
Todos los días ellos llamaban al pobre tonto al bar donde estaban y le ofrecían la posibilidad de escoger entre dos monedas: Una grande pero de escaso valor, 400 reales. Y la otra pequeña, pero más valiosa, 2000 reales.
El pobre siempre escogía la más grande que era la que menos valía. Motivo que le convertía siempre en el hazmereir del bar.
Pero un día otro parroquiano del bar que observaba todo le llamó aparte y le preguntó si todavía no se había dado cuenta de que la moneda grande era la que menos valía.
“Claro que lo sé”, respondió, “no soy tan tonto. Sé que la moneda que cojo vale cinco veces menos. Pero el día que coja la otra se acabo el jueguecito y yo me quedaré sin mi moneda”.
Valga este pequeño cuento para aprender una pequeña lección: No hay que fiarse de las apariencias. No todo es lo que parece.
Así que no demos por sentado todas las afirmaciones sin primero analizarlas y ponerlas en duda, incluso aquellas que no presentan la menor duda, como la supuesta poca inteligencia del tonto del pueblo de la historia. Tonto que nos demuestra que muchas veces los que van de listos acaban finalmente siendo ellos los tontos.