Cuando más somos educados, menos flexible tenemos el pensamiento. Es como mirar el mundo a través de un tubo. El amplio universo se constriñe a un pequeño mundo.
Cuanto más nos formamos más nos adentramos en ese pequeño mundo, más detalles captamos, pero sólo de ese limitado escenario. Cada nuevo aprendizaje, cada nuevo paso es como si aumentáramos la potencia del microscopio por el que miramos por el tubo.
Nos hacemos expertos en ese microcosmos, al igual que el resto de las personas, y nos olvidamos de que existe mucho más allá de nuestra condicionada visión.
Para un mago, un poco conocedor de las debilidades de nuestra arrogante mente, será muy fácil colocar la trampa, el secreto, lejos de las miradas de dicha mente. Bastaría con que el truco estuviera fuera del tubo de visión donde se concentra el pensamiento habitual al que la sociedad nos ha obligado a ceñirnos.
Nuestra mente analítica usaría sus más potentes conocimientos, su experiencia, mirando cualquier detalle que le ayude a descubrir la trampa, el problema es que mira en el lugar equivocado.
No sabe mirar en otro sitio, no está acostumbrado, nadie le ha enseñado a ello. No es fácil, no es lo habitual, no es cómodo para la mente automática. Hay que abandonar los años y años de pensamiento prestado y volver a pensar como cuando éramos niños, vírgenes, sin prejuicios, sin surcos, libres.
Nuestra mente debe arrojar lo más lejos posible el tubito que ha fabricado con tanto esfuerzo, o mejor aún, guardarlo para más propicia ocasión. Y mirar de forma original en otros lugares, luchar contra los surcos que llevan sus pensamientos una y otra vez a los mismos callejones sin salida.
No hay que olvidar que el mago es una persona igual que nosotros, tan sólo nos ha planteado un problema no habitual. Y además no suele ser sumamente original, no suele ser difícil de averiguar.
Los grandes magos suelen hacer juegos de soluciones sencillas; en esto radica la belleza de nuestro arte. No puede ser tan difícil descubrir el secreto del mago.