En un experimento se metieron cinco monos en una habitación. En el centro de la misma ubicaron una escalera, y en lo alto, unos plátanos. Cuando uno de los monos ascendía por la escalera para acceder a los plátanos, los experimentadores rociaban al resto de monos con un chorro de agua fría.
Al cabo de un tiempo, los monos asimilaron la conexión entre el uso de la escalera y el chorro de agua fría, de modo que cuando uno de ellos se aventuraba a ascender en busca de un plátano, el resto de monos se lo impedían con violencia. Al final, e incluso ante la tentación del alimento, ningún mono se atrevía a subir por la escalera.
En ese momento, los experimentadores extrajeron uno de los cinco monos iniciales e introdujeron uno nuevo en la habitación. El mono nuevo, naturalmente, trepó por la escalera en busca de los plátanos. En cuanto los demás observaron sus intenciones, se abalanzaron sobre él y lo bajaron a golpes antes de que el chorro de agua fría hiciera su aparición.
Después de repetirse la experiencia varias veces, al final el nuevo mono comprendió que era mejor para su integridad renunciar a ascender por la escalera.
Los experimentadores sustituyeron otra vez a uno de los monos del grupo inicial. El primer mono sustituido participó con especial interés en las palizas al nuevo mono trepador.
Posteriormente se repitió el proceso con el tercer, cuarto y quinto mono, hasta que llegó un momento en que todos los monos del experimento inicial habían sido sustituidos.
En ese momento, los experimentadores se encontraron con algo sorprendente. Ninguno de los monos que había en la habitación había recibido nunca el chorro de agua fría. Sin embargo, ninguno se atrevía a trepar para hacerse con los plátanos.
Si hubieran podido preguntar a los primates por qué no subían para alcanzar el alimento, probablemente la respuesta hubiera sido ésta “No lo sé. Esto siempre ha sido así”.